La Semana Santa representa un motivo ideal para reflexionar sobre la trascendencia de la labor de los jueces, quienes día a día, tienen la difícil y a la vez grandiosa misión de garantizar la vigencia real de la justicia en nuestra sociedad. Los jueces son los garantes de la libertad y el respeto de los […]
Por Carlos Pinedo Sandoval. 21 abril, 2014.La Semana Santa representa un motivo ideal para reflexionar sobre la trascendencia de la labor de los jueces, quienes día a día, tienen la difícil y a la vez grandiosa misión de garantizar la vigencia real de la justicia en nuestra sociedad. Los jueces son los garantes de la libertad y el respeto de los derechos fundamentales, divino encargo que a lo largo de la historia ha sido muchas veces mancillado por la opresión de los distintos gobiernos de turno. Anteriormente, el soberano podía imponer castigos a su antojo, sin embargo, en la medida que la labor de los jueces fue adquiriendo fuerza y estabilidad, el poder del gobernante dejó de manifestarse de forma irracional.
Los jueces, incluso, son también una garantía frente al poder legislativo. Aristóteles decía que «la ley puede ordenar hacer lo que es propio de las demás virtudes así como lo que es propio de las demás formas de maldad». Si una ley es injusta en su generalidad, es labor digna del juez el hacerla justa en el caso concreto. Es el Juez quien tiene en sus manos, en última instancia, la posibilidad de que la justicia alcance su plenitud. Paul Ricoeur, quien dedicó gran parte de su vida a estudiar el tema de la justicia, señalaba que «el anhelo de vivir bien bajo instituciones justas, precisado y reforzado por las normas legales, sólo culmina cuando se realiza lo justo concreto en las situaciones de incertidumbre o de conflicto, esto es, en lo trágico de la acción». Actualmente, resulta reconfortante observar el notable desempeño de muchos jueces, quienes hacen grandes esfuerzos de tiempo y estudio para garantizar ese anhelo de justicia por parte de los ciudadanos,
Jesucristo fue humillado por sus captores, quienes le negaron el trato justo al que incluso los delincuentes comunes tenían derecho. El juicio como tal no fue más que una farsa. Al respecto, la Biblia nos dice (Hechos 8:33) que, «en su humillación no se le hizo justicia», es decir, que no se le trató dignamente, que no se respetaron sus derechos como ser humano, que no se salvaguardó en lo mínimo ninguna garantía del debido proceso, etc. Un proceso judicial llevado a cabo de esa manera no sería posible en la actualidad. Cualquier Juez saldría en defensa de la dignidad. En aquella época, lamentablemente, no hubo un Juez que garantizara el respecto a un debido proceso, no hubo un Juez ante quien interponer una tutela de derechos para frenar la vulneración a los derechos fundamentales, no hubo un Juez que preste garantía de una decisión justa, ni hubo, tampoco, un Juez a quien apelar en una segunda instancia.
En aquella época la independencia judicial se encontraba totalmente ausente. En la actualidad, vale resaltarlo, tenemos la dicha de contar con jueces que no tienen temor de poner freno a la arbitrariedad de los gobernantes o de inaplicar una ley que resulta injusta en el caso concreto. El gran filósofo alemán Robert Spaemann decía que «carece de sentido hablar de justicia si prescindimos de los sujetos justos, porque la justicia es, ante todo y sobre todo, una virtud». Son esos los jueces que necesitamos, jueces que en cada decisión tengan presente el ejemplo de Jesucristo.